Foto: Observatorio Regional de Migraciones

Hace no mucho una amiga que viajaba hacia Estados Unidos tuvo su primera experiencia cruzando una frontera. Claro que, viniendo de donde venía, contaba con que lo peor que podía pasarle es que la subieran a un avión y la mandaran de vuelta a casa. De modo que ella estaba bien tranquila cuando, en el control de pasaportes, la invitaron a pasar a "la sala".

Sabía que su experiencia no iba a ser terrible: entrando al país con papeles, por un aeropuerto, y con el respaldo de una organización internacional en defensa de los derechos humanos si la cosa se torcía, no le iba a tocar cruzar la frontera de otras formas terribles como las personas sin documentos tienen que hacerlo.

Tuvo suerte. Su procedencia y su color de piel hicieron que no fuera sometida a gritos, humillaciones ni violencia física. Aun así, una detención arbitraria de unas cuatro horas en un aeropuerto, aterida de frío, sin comer y sin poder comunicarte con tus seres queridos, nunca es algo agradable.

Mi amiga, en algún momento, se ha dedicado a desarrollar programas informáticos (los mismos que siguen teniendo clasificación armamentista en el país al que iba a entrar), de forma que la cultura de seguridad no le es ajena. Al narrarme la experiencia de su detención, lo que le causaba cierto estupor era su incapacidad de anticipar lo vivido durante el interrogatorio, a pesar de que creía estar preparada para un evento similar. Antes de viajar se había preparado para la posibilidad de un control, siguiendo algunas recomendaciones de sentido común y varias lecturas, y aun así la experiencia le desbordó por completo.

Me dijo que, en general con situaciones inesperadas, una cosa es saber algo, y otra muy distinta experimentarlo en tus propias carnes, especialmente cuando estás fuera de tu país.

Al narrarme la experiencia de su detención, lo que le causaba cierto estupor era su incapacidad de anticipar lo vivido durante el interrogatorio, a pesar de que creía estar preparada para un evento similar

El algoritmo nunca es tan arbitrario como lo pintan

Siempre ocurre cuando presencias la aplicación asimétrica de la fuerza: siempre somos las mismas las que soportamos una detención arbitraria al bajar de un tren, cuando ves que ninguna de las cacheadas es de raza caucásica; o cuando te ves sometida a un registro migratorio en tu propio domicilio, sabiendo que han sido los vecinos los que te han denunciado por gitana, negra o morena, y por tanto candidata segura a cualquier ilegalidad.

Sin esperarlo, te topas con la posibilidad de sufrir, con total impunidad, una agresión gratuita sobre tu psique y tu cuerpo. Sólo te queda seguir adelante. Es una sensación a la que, aunque lo intentes, nunca consigues acostumbrarte.

Lo que da rabia de algo como los registros de rutina es que el escrutinio miente descaradamente sobre la "arbitrarierdad" de a quién se detiene: el "algoritmo", ese ente descarnado pero supuestamente inteligente, nos ha seleccionado de entre la multitud.

El agente siempre dirá que se trata de unas preguntas de rutina, un chequeo extra por la seguridad de todos. Si algún día les sale la dichosa "SSSS" en la tarjeta de embarque [1], se acuerdan de mi y miran a su alrededor a ver si hay mucha huerita ahí junto a ustedes. Apuesto algo a que si eres latina o musulmana ¡sacaste más boletas en la rifa! [2].

El "algoritmo", ese ente descarnado pero supuestamente inteligente, nos ha seleccionado de entre la multitud

Tras todo el auge artificial del machine learning, se oculta la aplicación de la estadística y los grandes números, y quizás también los sesgos del grupo social que produce el dispositivo en cuestión.

Por decirlo de otro modo, los "sesgos" de un equipo que busca correlaciones raciales o de género, o del que elabora programas predictivos en base a estudios dudosos, pueden evidenciar debilidades metodológicas. Por ejemplo, los múltiples casos de algoritmos de reconocimiento facial que fallan cuando los sujetos son más negros, o más asiáticos, que los del dataset con el que se entrenó al algoritmo.

En otras ocasiones, quizás podemos pensar que la mala ciencia está tratando de justificar unas ciertas premisas de partida: la historia de la producción científica está repleta de intentos de justificar un programa conservador, poniendo la falsificación y la manipulación experimental al servicio de la ideología. El programa cibernético ya no necesita justificar su visión del mundo, sino que consiguió el poder de moldearlo.

Sin entrar en el trasfondo de qué se quiere demostrar cuando se investiga, se me ocurre que es legítimo cuestionar los fundamentos del programa que oferta la militarización del espacio público y la vida cotidiana: el hostigamiento y el control adicional en las fronteras para unos grupos sociales específicos es sólo un caso entre muchos.

El programa cibernético ya no necesita justificar su visión del mundo, sino que consiguió el poder de moldearlo

La industria de la vigilancia produce continuamente promesas (más allá de la visión artificial, hablamos de reconocimiento de patrones, caracteríticas del movimiento, análisis gestual, análisis de redes sociales en las que se presume de poder detectar nodos invisibles en base a las relaciones que deberían estar ahí pero escapan a la observación, etc...).

Tal vez la promesa del panóptico digital es sólo un enorme bluff del marketing, y la vigilancia no pueda llegar a ser pervasiva ni absoluta. Esto significa que la vigilancia y la invasión de nuestra privacidad tienen límites. Las supuestas predicciones son sólo histeria colectiva, y queda por tanto una vía abierta para escapar al control y al abuso de la vigilancia: como nos enseñan las manifestantes en Hong Kong, el algoritmo más sofisticado puede ser anulado con un láser barato [3]. Siempre hay espacio para la evasión.

El contexto hace al código

Trayendo las cosas a nuestro lado: qué tan conscientes somos, en general, de cómo nuestra realidad cotidiana se encarna, de forma invisible, en los artefactos que producimos.

En una charla una vez escuché el concepto de "Maleware", o cómo los privilegios intrísecos de la cultura que produce un programa se codifican, de forma automática, en los programas que esta cultura produce, en este caso los privilegios de género. Es algo obvio a poco que una lo piense, y añadiría que además de los privilegios de género están los de clase y posición social. Me pregunto qué podemos hacer para tener más presentes estas codificaciones, y poder, colectivamente, cuestionarlas y escapar de ellas.

Al respecto de la cultura de la seguridad: tenemos un problema si la visión del mundo que se cristaliza en las aplicaciones que usamos es una en la que cosas como la tortura no existen, y en la que una contraseña es todo lo que se necesita para desbloquear un dispositivo. Porque sí, existe [4], y aunque en muchos de los casos sea algo que les ocurre a otros y otras, nunca sabemos cuándo nos va a afectar a nosotras.

Me preocupa porque es algo invisible y de lo que no creo que hablemos lo suficiente: creo que con frecuencia se desestiman ciertas necesidades, porque supuestamente nadie las necesita.

Hace unos años se daba, me parece, más importancia a cosas como la criptografía plausiblemente denegable, esto es, la posibilidad de cifrar un disco con dos contraseñas, de forma que una contraseña descifra lo que queremos ocultar, y otra descifra otra parte del dispositivo que nos resulta inofensiva, de modo que no se puede demostrar, entregando la segunda contraseña, que existe la primera.

Esto, quizás, es el resultado de una segregación casi inevitable, entre las personas que practican la criptografía en un entorno que les ofrece mayor seguridad, y las personas que sufren en el día a día las consecuencias de todo eso que resulta impensable desde el otro lado. Y no estoy forzosamente hablando de rincones distantes del planeta: en todas partes ocurren cazas de brujas, redadas sin garantías, montajes policiales [5], y cámaras que casualmente dejan de funcionar durante parte de un interrogatorio.

Tenemos un problema si la visión del mundo que se cristaliza en las aplicaciones que usamos es una en la que cosas como la tortura no existen, y en la que una contraseña es todo lo que se necesita para desbloquear un dispositivo

La cultura de la seguridad nunca es algo individual

Volviendo a mi amiga, que la habíamos dejado ahí, tiritando en la sala donde detienen a las morochas: les dije que se había preparado, electrónicamente hablando, para el viaje. No viajaba con nada comprometedor en su disco duro, de hecho había reinstalado su sistema operativo hacía poco.

El interrogatorio la tomó por sorpresa: más de una hora respondiendo preguntas en círculos. En un momento dado le pidieron su celular, y sabía que en realidad tenía dos opciones: negarse a dar cualquier clave de cifrado, lo que supondría un vuelo de vuelta inmediatamente, o cooperar y entregar el dispositivo descifrado. Mi amiga, entre la confusión y el agobio, entregó su celular.

Ella lo estaba llevando más o menos bien, hasta que el agente desapareció de su vista con su celular desbloqueado: en ese momento supo que alguien podía estar haciendo una copia de todas las conversaciones cifradas que había mantenido con cada uno de sus contactos, y que no se había molestado en borrar con anterioridad.

Ese, y ojalá no nos ocurra, es el momento clave: aquel en el que una se da cuenta de que sus elecciones individuales también comprometen a otras personas.

Las células de resistencia durante las no tan distantes dictaduras militares en América Latina se entrenaban para resistir diferentes formas de tortura, y una de las cosas que se tenían más claras era nunca, nunca, delatar a otros.

Ahora regalamos los datos de con quién militamos, con quién nos encontramos, y con quién dormimos a todas las empresas que cooperan con el poder. Y aun así, cada tantas primaveras caemos en la tentación de concebir las redes sociales como algo emancipador.

Regalamos los datos de con quién militamos, con quién nos encontramos, y con quién dormimos a todas las empresas que cooperan con el poder

Al final todo quedó en un mal rato y en una anécdota de viaje más para mi amiga. Hablar sobre ello, al menos, nos sirvió para darnos cuenta de que, por mucho que lo intentemos, nunca estaremos del todo preparadas para lo peor; y claro, si nuestras herramientas digitales se diseñasen según las realidades de nuestros contextos locales, nos sería algo más fácil salir de un embrollo como aquel.

 

 

Add new comment

Plain text

  • Lines and paragraphs break automatically.
  • Allowed HTML tags: <br><p>